Ideología y sustancias nocivas
Conseguir el éxito, en el campo que uno se proponga, se ha convertido hoy día en el fin último de todo individuo. En esta filosofía actual, lo contrario es obviamente el fracaso, y no existen términos medios. Una extraña ansiedad contemporánea que viene acentuada por los medios de comunicación. Entre ellos, el cine no es una excepción. Y si hablamos del generalista, mayor es el grosor de su discurso. Todas estas ideas me vienen a la cabeza durante el visionado del último film de Neil Burger (El Ilusionista), pues en Sin límites se nos presenta una historia con tintes faustinianos pero de planteamientos demasiado rudimentarios y de una ingenuidad sonrojante.
El protagonista, un tal Eddie Morra (Bradley Cooper), comienza la historia como una de esas piezas indeseables de esta sociedad del bienestar que suele denominarse “fracasado”: un escritor en plena crisis personal y profesional. Un componente de la maquinaria que no produce y que, por tanto, queda relegado a su condición de paria. Hasta que un día se cruza en su camino un moderno Lucifer, en forma de ex-cuñado, y le ofrece el remedio a todos sus males: una nueva droga que permite a cualquier persona usar el 100% de sus capacidades cerebrales. También aquí se impone la economía de mercado y hasta el cerebro, del que por lo visto sólo utilizamos un 20% de su potencial, debe ser plenamente rentabilizado. Y Eddie acepta el trato con el diablo, sin saber que aceptando la milagrosa pastilla está vendiendo su alma.
Pero, a juzgar por el desarrollo de la película, lo que hace Morra es alquilar su cuerpo a otro ser, que no tiene nada que ver con el original. El uso de la droga vuelve al protagonista supuestamente más inteligente, aunque en el film sólo se vuelve más ambicioso. Sí, escribe su novela: ¡en 4 días!. Pero, en este mundo de hoy, el éxito en el campo cultural es tan accesorio como una bufanda o un cinturón. El verdadero triunfo es controlar los mercados bursátiles, y hasta allí le llevan sus nuevas facultades, no sin trabas. Esto es Hollywood y siempre se puede tirar de algún mafioso con acento de país ex-comunista o de un mandado con menos conciencia que nuestro héroe, que no es mucho decir, pues en un determinado momento y ante la certeza de haber cometido un asesinato, le preocupa más que le descubran que el acto en sí: la nueva filosofía “si no lo descubren, no lo he hecho”, resultado de sociedades pueriles.
A mí el film de Burger, me pareció excesivamente simplón. Tenía una oportunidad de oro para hablar de temas de mayor trascendencia y de funesta actualidad; revisar el mito de Fausto a través de este personaje en busca de la gloria a cualquier precio. En lugar de eso, tenemos una recargada e inverosímil fantasía heterosexual masculina en la que, gracias a una prodigiosa droga, un tipo mediocre se convierte en un respetado hombre de negocios, bien vestido, rodeado de mujeres bellas, coches caros y demás excentricidades que le convierten en el paradigma del éxito, aunque todo sea producto de una sustancia artificial. Y tampoco ahí hay una mínima reflexión, tan sólo ahonda en el precio de esos logros (porque en este mundo todo tiene un precio) y, dado el complaciente desenlace, con muy poca fortuna.
Título original: Limitless. Dirección: Neil Burger. Guión: Leslie Dixon basado en la novela de Alan Glynn. Fotografía: Jo Willems. Música: Paul Leonard-Morgan. Año: 2011. Nacionalidad: EEUU. Duración: 105 minutos. Intérpretes: Bradley Cooper, Robert DeNiro, Abbie Cornish, Andrew Howard, Anna Friel y Johnny Whitworth.