¿Eres de los que se siente directamente teletransportado desde el Siglo de Oro cuando oye hablar de series? ¿Tú tampoco ves la televisión? En ese caso, este es tu artículo.
Corren tiempos extraños para la conversación: hoy el que más habla es el que ‘menos’ cosas hizo anoche. O como dice Kiko Amat, puedes entrar en una bodega y ponerte a contar que ayer reflotaste el Titanic del Triángulo de las Bermudas con ayuda del Yeti, Richey Edwards (de Manic Street Preachers) y el fulano que escribió todo lo de Shakespeare, y que para celebrarlo os mamasteis con tintorro del Santo Grial que trajo Banksy; y nadie te escuchará.
Oscar Wilde se equivocaba: lo que está en franca decadencia es la conversación, no la mentira. Hoy en día es imposible mantener un tete-a-tete de calado en un bar sin hacer mención a las series televisivas en boga. Es una contienda preescolar que invierte los términos del debate: de repente monopoliza la plática el que menos cosas hizo la noche anterior, no el que más. Puedes entrar en una bodega y ponerte a contar que ayer reflotaste el Titanic del Triángulo de las Bermudas con ayuda del Yeti, Richey Edwards (de Manic Street Preachers) y el fulano que escribió todo lo de Shakespeare; y que para celebrarlo os mamasteis con tintorro del Santo Grial que trajo Banksy. Nadie te escuchará, pues estarán todos enfrascados en un convulsionado conciliábulo sobre el episodio de House of Cards que pasaron la noche anterior, y llevará la voz cantante el obeso tubérculo de futón que sabe cómo termina la temporada. Sí, es el mundo al revés. Es como si Marco Polo regresara de la corte de Kublai Kan, y los genoveses, en lugar de interrogarle febrilmente sobre cada alucinante anécdota, se arremolinaran alrededor del tiñoso lacayo que limpió las porquerizas familiares.
No, ahora las series dominan la tierra. Las p***s series. No estar al día en lo que respecta a esa enrevesada amalgama de capítulos, personajes y misterios le hace sentir a uno como un hombre teletransportado desde el Siglo de Oro que, mísero e infelice, tratase de mantener una mínima plática con el vecino de barra, para descubrir que su interlocutor de ojos equinos solo está interesado en los tejemanejes de Prison Break. Ni historia, ni vida, ni chismorreos, ni milagreos: solo televisión. Fenicia televisión con guiones superlativos, para que sea aún más difícil desengancharse de la Soma.
Lo que les propongo hoy, amigos de PlayGround, es un exorcismo camuflado de experimento. Yo, tal vez lo sepan, soy un hombre muy primario y estoy sujeto terriblemente a las pasiones. Por ello puedo confesarles que, desafiando de forma gallarda los mínimos requerimientos exigibles del columnismo cultural, soy un completo analfabeto en series (mis cuestionables “conocimientos” yacen en otro lado). Lo que me dispongo a realizar ahora mismo, así, en riguroso directo y sin red (es decir, sin consultar Google en ningún momento)[1], es una lista explicativa de series de TV que jamás he visionado, basándome solo en lo que he escuchado en tascas, leído —de mala manera— en artículos foráneos e imaginado en múltiples delirios post licor-café. [1] Prueba realizada ante notario.
Series que no he visto
1) Lost: Al parecer, tiene lugar una catástrofe aérea y los pringados supervivientes quedan atrapados en un cascote tropical en mitad del océano, un lugar donde todo el rato pasan cosas inexplicables sin que nada en el guión trate de explicarlas. Solo suceden y ya está, como en La dimensión desconocida, cuando aquel paciente se quitaba la venda para descubrir que todo el mundo lucía su misma cara, pero entonces se arrancaba la máscara y él era un cíclope, solo que resultaba que los demás que eran ciegos y el cirujano era en realidad La Muerte, y entonces caía la bomba H y el paciente se quedaba sin lentes rodeado de todos los libros del mundo, bla bla. En realidad se ve que sí que existe una explicación para Lost, y se trata de alguna teoría conspirativa de la rama “Oswald iba en el ovni que cayó en Roswell, y lo pilotaba el doble del fallecido McCartney”. No visualizo ningún personaje concreto de Lost más allá de un atocinado fulano con melena que recuerda poderosamente al vocalista de Mojinos Escozíos. En cualquier caso todo el mundo coincidió en afirmar que el final era “decepcionante” (algo que, si me preguntan, se veía venir).
2) Juego de tronos: Mi amigo David P. me la definió como “tetas, descabezamientos e intrigas de palacio en la baja Edad Media”, lo que sonó en mis oídos como la más infalible receta para la juerga televisiva adolescente desde que Porky’s apareció en VHS. Por desgracia no me he puesto nunca a ver este excitante adefesio de espada, brujería y nudismo gratuito, pero suena exactamente como el tipo de maravillosa basura artúrica que podría unirme en un definitivo abrazo fraternal con el colectivo odiniano.
3) House: Uno de mis actores ingleses predilectos, Hugh Laurie, el atolondrado príncipe regente de Blackadder III, se vendió al oro de la Fox y empezó a protagonizar un serial americano sobre un cirujano paticojo, morfinómano y mujeriego, incapaz de aceptar la cadena de mando y patológicamente sobrado. Es todo lo que sé de House, captado en alarmantes fogonazos de zapping bienal (solo miro la televisión dos veces al año, o así): un bergante y renqueante matasanos, contestón y maleducado, que emplea la mitad de su tiempo en adquirir farmacopea estimulante y acumula un conocimiento absurdo de cosas que no le interesan a nadie. De hecho, si quitamos la destreza con el bisturí, me recuerda a mí mismo en 1988.
4) House of cards: Creía que era la secuela de la anterior, donde el Dr. House se hacía tahúr, o adivinador de tarot o algo así, pero resulta que es una serie completamente distinta que protagoniza Kevin Kline. No: Spacey. Kevin Spacey. Mi amigo Miqui O., que está al día en lo tocante a actualidad televisiva “de calidad”, insiste en que es una serie fabulosa y tengo que verla ya, aunque en el fondo de su alma sabe que no lo haré hasta el 2025, cuando todo el interés en ella haya remitido y no sea tema de conversación más que en la Llar de Jubilats Sant Jordi. En los inquietantes pósters de House of cards que visten Barcelona se puede ver al Spacey apoltronado en un trono, como una suerte de Abraham Lincoln estatuario, con las manos coloradas de haberle arrancado la cabeza de cuajo a alguien o haberse hinchado de cerezas. Es todo lo que puedo contarles. ¿Me han tomado por el TP, o qué?
5) Dexter: Aquí les mentí: sí que he visto Dexter, miren ustedes, y además dos veces (todas las temporadas). He aquí una situación que deja consternadas a mis amistades: que precisamente haya decidido adentrarme en una de las más irrespirables alcantarillas del universo serial, un petardo menos creíble que el izquierdismo de Bono Vox y menos sofisticada que Magnum. Con desmembramientos. No sé qué aducir en mi defensa, más allá de que cayó en mis manos en el momento justo, cuando precisamente trataba de alejar de mi cabeza esos amargos pensamientos de fiscal autoexamen que siempre terminan en lavado de estómago in extremis. Dexter me ayuda a pensar en cualquier-otra-cosa, pues es puro bubblegum mental, como el “Papa Oom Mow Mow” de los Rivingtons o un gag excrementicio de Leslie Nielsen. Esa serie es glam rock con torturas de serial killer, se lo juro. Alice Cooper + El Equipo A. Farra con hemoglobina, nada más, pero qué quieren que les diga; yo jamás cursé teoría literaria. Dexter será una mierda, pero es mi mierda.
6) Girls: Va de una chavala tirando a deslustrada, facialmente asimétrica y fatalmente patosa (no hace falta decir que solo lo es por comparación con el resto de überpibones televisivos; en mi pueblo sería La Guapa) que quiere ser escritora en New York pero mientras tanto se muere de hambre (por supuesto, se muere de hambre solo por comparación con los Tíos Gilitos de Central Park; en mi pueblo sería La Rica), y chismorrea incesantemente con sus amigas de esto y aquello, y por su alcoba van pasando tipos a cual más cicatero que la tratan a patadas, y ella debate incesantemente sobre su identidad, corazón magullado y destino vital en el marco de pisos insalubres sembrados de takeaway a medio terminar (por supuesto, solo son insalubres etc.; en mi pueblo serían palacios). ¿Va por ahí? No tengo la menor idea, francamente, pero si lo que acabo de decir es cierto, la cosa suena un poco a Sex & The City, solo que con personajes no tan viles. Me disculparán, por tanto, si no salgo corriendo a adquirir todas las temporadas. Y además: sería deseable que dejáramos de analizar con boquiabierta expectación cada ventosidad que expelen los traseros de Brooklyn. Por el amor del cielo, parece que la ilustración del siglo XXI y la salvación de la Tierra entera tengan que provenir exclusivamente de esas cuatro manzanas glorificadas.
7) Skins: Ríanse ustedes, pero cuando empecé a leer las primeras menciones a esta serie inglesa, pensaba que versaba sobre skinheads (única razón por la cual la hubiese visto; y eso que This is England era más endeble que un puñetazo de hipster). Cuando reparé en que se trataba solo de un teen drama sobre desórdenes alimenticios, abuso de drogas, familias disfuncionales, pavoroso sexo adolescente, violencia estéril y enfermedad mental, lo único que pensé es: ¡Mierda, mis memorias de juventud! Pero ahora en serio: nunca he visto Skins y nunca la veré. Por lo que recuerdo de mi adolescencia (en pocas palabras: TODO), ya revisitaré todo lo que aparece allí en lacerante directo, cuando mis hijos cumplan los catorce y comiencen a destrozarme la vida de forma sistemática.
8) Cuéntame: Un señor de petrificados rasgos faciales, Imanol “Rictus Impávido” Arias, célebre por anunciar sonotones en la pequeña pantalla y ser el consorte de la übermollar Pastora Vega, encarna a un padre de familia en una España de otra dimensión donde el Franquismo era una dictablanda chupi, y donde lo peor que podía sucederle a uno era recibir el entrañable collejón de un gentil pasma tras una manifestación sin incidentes. Ni fosas comunes, ni genocidio a las izquierdas, ni sinecuras generalizadas, ni atraso cavernícola ni represión católica: en Cuéntamelandia todo es ye-yé y pizpireto, y la supuesta gracia es verles envejecer mientras el espectador, a su vez, se pudre espiritualmente (pues algo en su interior va muriendo con cada nueva falacia indecente). Jamás he visto un capítulo entero de Cuéntame, pero a juzgar por los escalofriantes treinta segundos de interzapping bienal de que les hablaba, quizás podamos concluir que esta es la más ATROZ serie que haya emponzoñado el planeta desde que dejaron de emitir Sensación de vivir. Una basura total, sin paliativos, excusas ni redenciones.
9) Los Tudor: La serie peor documentada de la historia, si quitamos el episodio aquel de McGyver contra los “etarras”. De Los Tudor solo vi imágenes sueltas hace un tiempo, y casi me fracturo el costalar de pura hilaridad demente. A ver: no hace falta ser Georges Duby para saber que el siglo XVI era un cocido de pústulas sanguinolentas, hedores del inframundo, pelucas apelmazadas, epidemias mortíferas y caries putrefactas. Que todo era oscuro, pestilente y brumoso, que casi no se usaban cristales en las ventanas, que la gente moría a los cuarenta, que la gota era endémica y en los castillos pegaba una rasca que te petrificaba el escroto. Pero no: Los Tudor rehúsa cobardemente mirar al iris de la temible verdad histórica, y en su lugar nos plantifica un reinado de Henry VIII que parece una mezcla de photocall hollywodiense, afterparty de Zoolanders y sueño lúbrico de guionista uraniano. ¿Cómo nadie le contó al historical consultant de turno que en 1540 los cortesanos ostentaban tres papadas, barba plagada de parásitos, uñas vampíricas y viciado aliento de fosa séptica? ¿Cómo no vio en los cuadros de época que todas las damas eran zambas, algo pelonas, medio sifilíticas y de cabeza ovoide? ¿De dónde sacó las barbas Don Johnson 1987 que lucen los nobles de la corte? ¿Y los pulcros cráneos rasurados al tres? En el XVI solo los más astrosos reos de gaol, los leprosos o los clérigos dementes lucían tonsuras rapadas; el resto del mundo paseaba felizmente sus guedejas infestadas de pulgones y nidos de ave. No miraré nunca Los Tudor, lo sé de buena tinta, pero ¿saben qué? Quizás debería. Todo lo enunciado apunta a obra maestra del humor inconsciente.
10) Modern family: Al principio la confundía con American Dad. Luego vi que usaba actores de carne y hueso, pero que por lo demás era igual de faltosa e irreverente. Solo he llegado a olisquear de reojo un par de fotogramas mientras estrangulaba ferozmente a mi esposa (para que me devolviese el mando a distancia), pero miren lo que les digo: podría llegar a gustarme esta serie. Por desgracia, nunca lo sabremos, porque —como este pequeño experimento debería haber ilustrado sobradamente— nunca veo series de televisión. Siéntanse libres de arrojarme a la jeta todos los spoilers que les apetezcan desde mañana mismo. A ver si me importa.