Que Breaking Bad tiene una importancia histórica ya lo dejamos claro hace escasos días, pero es difícil no repetirlo una vez más tras contemplar la rotundidad y absoluta maestría con la que Vince Gilligan y su equipo han sabido cerrar la serie en su último episodio, de nombre Felina. Anagrama de “Finale”, pero también referencia directa a la canción western “El Paso” que puede oírse dentro del coche que Walt roba en New Hampshire y también, para más señas, es la misma canción que Walt tararea cuando está montando la ametralladora. La canción narra la historia de un cowboy que se enamora de una mujer llamada Felina, pero al final recibe un disparo y muere en brazos de su amada, ¿os suena? Exacto, tras ver el final de la serie, no es difícil unir los metafóricos hilos entre el tema de Marty Robbins y la historia de Walter White.
Felina siempre ha sido la protagonista para Walt, tanto que su última mirada va dirigida a ella. Con una sonrisa en los labios, con la tranquilidad de alguien que sabe que ha logrado su objetivo, que ha cerrado el círculo y que ha atado todos los cabos sueltos, Walter White cierra los ojos rodeado del sonido de sirenas, pero con una sintonía muy distinta en su cabeza. En cierto modo ha ganado. Ha vencido a sus enemigos, ha vencido (de algún modo) al cáncer y su familia recibirá finalmente el dinero por el que Walt ha trocado tantas partes de su alma. Ha ganado, pero ha perdido al mismo tiempo. Y ha perdido tanto que esos últimos momentos de despedida duelen en carne viva. El adiós a Skyler (y a Holly), a Walter Jr y a Jesse. Sobre todo a Jesse. Porque después de todo lo que ha pasado entre ellos no quedaba nada más que decir; acabar o marcharse. Y todos sabíamos que Jesse no era capaz de hacerlo. Que no iba a ser capaz de hacerlo. Al final Walt se fue a su modo. Sin esposas, con una bala en el pulmón y una sonrisa en los labios. Una bala que salvó a Jesse una vez más y una sonrisa de triunfo, dulce, pero sobre todo amarga.
Vince Gilligan y todo el equipo de Breaking Bad lo lograron finalmente. Esta vez sí, una victoria completamente dulce que ha ido ganando adeptos poco a poco, año tras año, capítulo tras capítulo. Que ha pasado de ser “esa excelente serie oscura y de tapadillo” que un amigo te recomienda a convertirse en un fenómeno social sin precedentes. El último episodio consiguió una audiencia de 10.3 millones de espectadores. Granite State, el episodio anterior, reunió delante de la pantalla de la cadena de cable AMC a 6.4 millones de personas. Estas cifras son impresionantes para este tipo de plataforma. Y estamos hablando de una serie que empezó con una audiencia muy modesta, de una serie que, sobre el final de la cuarta temporada (sí, la cuarta), enganchaba frente a la televisión a “tan sólo” 1.9 millones de espectadores. Lo que por entonces era considerada una buena cifra para la serie ha sido pulverizado en los últimos episodios contra todo pronóstico de los creadores y la cadena que han dado vida a esta inolvidable historia.
Ayer era imposible abrir un medio informativo en internet sin encontrarte a Walter y a Jesse en primera página. El domingo, durante la emisión del último episodio en el Hollywood Forever Cementery, todo el público se levantó y aplaudió largo y tendido tras los créditos finales. Si hay algo más adictivo que la droga del señor White es la propia Breaking Bad. Todos hemos contenido la respiración con la última confesión de Walter a Skyler, su última mirada a Walter Jr o el adiós definitivo a Jesse. La finale lo tenía todo, todo aquello que hace que Breaking Bad sea Breaking Bad. Incluso se dejaron caer por allí Skinny Pete y su compinche Badger en una memorable escena que aliviaba la tensión que momentos antes habíamos vivido en la lujosa casa de Elliot y Gretchen, con un Walter terrorífico pero también divertido: “si vamos a seguir ese camino, Elliot, vas a necesitar un cuchillo más grande”.
Breaking Bad se despedía el pasado domingo como lo que siempre ha sido. Como un western que es también una novela negra, un drama duro, sin concesiones, una historia de promesas incumplidas y corazones rotos, de vidas desgarradas y de cambio. Sobre todo de cambio. La química es la historia de la transformación, como bien decía el señor White en una de sus clases, y la química es la vida misma. Si no, que se lo pregunten a Walter. Su epopeya lo ha llevado por los derroteros más oscuros del alma humana, a casi desaparecer bajo el manto y el mítico sombrero de Heisenberg. Y a renacer bajo algo nuevo cuando todo parecía ya acabado. A recorrer, a dar los primeros pasos si cabe, en el camino hacia su propia redención. A dejar de mentirse a uno mismo y a los demás (“Lo hice por mí, todo lo que hice, lo hice por mí. Y me gustó. Me sentía vivo”). Y a darle a Jesse la elección final. Y una oportunidad. Una oportunidad para empezar de nuevo. Me gustaría creer que ese coche hará una última parada en la casa de Andrea. Que Brock y Jesse podrán ayudarse el uno al otro. Quizás. Sólo quizás. Que Jesse pueda llegar a tener aquello que deseaba, aquello que Walt tenía y que daba por sentado. Una familia. Alguien a quien a amar y a ser, a su vez, amado.
Walter murió reflejado en el metal de lo que conocía. De lo que amaba. Con una bala de su propia arma. Sin Mr White. Sin Heisenberg. Pero con el fantasma de ambos dando el último golpe. Su mundo no volverá a ser el mismo. Y el nuestro tampoco. Vince Gilligan y los suyos obraron el milagro. Construyeron la historia perfecta. Perfectamente narrada y perfectamente adictiva. Humana y emotiva. Divertida y cruel. Triste y dulce al mismo tiempo. Al final, todo estaba en la química.