Vince Gilligan, creador de Breaking Bad, comentaba recientemente en el programa The Writer’s Room (un espacio conducido por el oscarizado Jim Rash sobre el trabajo de los guionistas televisivos) que, a priori, su serie tenía todos los ingredientes para convertirse en un sonoro fracaso. A la vista de su innegable éxito, todo asemeja una divertida anécdota que contar en las entrevistas. Pero lo cierto es que, sobre el papel, no debió ser un proyecto fácil de vender: un tipo de mediana edad en crisis, tras ser diagnosticado de una enfermedad terminal, decide “cocinar” metanfetamina para dejar algo de dinero a su familia tras su inevitable muerte. Puedo imaginarme la cara del ejecutivo de una cadena generalista ante una propuesta en apariencia tan deprimente. Sin embargo, semejante punto de partida ha dado lugar a una de las ficciones más apasionantes y adictivas de los últimos años. Y, desde luego, fue una suerte que la televisión por cable (en este caso AMC) se interesara por el proyecto y decidiera producirlo.
No vamos a descubrir a estas alturas el decisivo papel que han jugado las cadenas cable norteamericanas como HBO, AMC o Showtime en la evolución del relato televisivo y la presente edad de oro de las series, baste señalar que Breaking Bad dejará una indeleble huella en la historia de la ficción catódica precisamente porque sus responsables han conseguido llevar a término el gran relato televisivo que soñaron sin aditivos ni condicionantes. Así, Gilligan y su equipo eligieron a los intérpretes idóneos, sin basarse en su potencial atractivo o tirón entre un determinado sector demográfico; y pudieron llevar sus tramas hacia los rincones más oscuros y desasosegantes, sin miedo a que el material pudiera ser rechazado por la dureza explícita de sus imágenes o la ambigüedad moral de la que hacían gala algunos personajes. De hecho, con Breaking Bad hemos podido disfrutar de una de las transiciones más sorprendentes que haya sufrido un personaje en la historia de la televisión: del señor White, un profesor de química gris y desdichado, a Heisenberg –¡Di mi nombre!–, un sangriento y manipulador narcotraficante; o como les gusta definir a sus creadores: pasar de Mr Chips (en referencia al personaje protagonista de la película Adiós Mr. Chips) a Scarface (gángster que interpretaron en sendas versiones cinematográficas Paul Muni y Al Pacino).
La meta era complicada pero, a lo largo de cinco temporadas, Bryan Cranston, el actor que encarna a Walter White, nos ha deleitado con una asombrosa interpretación que no ha eludido ningún detalle o matiz de su vil conversión. Cómo el miedo primero, la soberbia después y finalmente la avaricia han podrido su alma. Sin embargo, uno de los aspectos más turbadores de la composición de Cranston es que, a pesar de su evidente transformación, todavía podemos vislumbrar al viejo Walter agazapado tras esa nueva y mezquina identidad. Algo fundamental para que sigamos empatizando con él a pesar de todo. Seguramente porque todos sentimos que podríamos ser Walter, alguien a quien le han tocado malas cartas en la partida de la vida y que, en busca de un segundo juego u oportunidad, ha decidido ganar haciendo trampas, rebelándose contra el orden establecido que ya le había etiquetado como “perdedor”.
Breaking Bad se preocupa por “los insatisfechos”, aquellos que, siguiendo las políticas del éxito propias de los 80 (destacar a cualquier precio y amasar mucho dinero), fracasaron o no lograron la vida que soñaban, y ahora buscan una nueva identidad. Pero en el camino se han vuelto abyectos y ahora son un revulsivo de lo que imaginaban ser. Y una sociedad cimentada sobre el éxito no deja alternativa: si no puedes ser el Presidente tienes que ser el mayor cabronazo que jamás ha existido. La cuestión es destacar. Así lo ha debido entender Walter, a quien le gusta más ser Heisenberg que White. Pero no es el único. Marie (Betsy Brandt), su insoportable cuñada, no para de inventar identidades para escapar de la suya propia, y no duda en quebrantar la ley (a pequeña escala) robando objetos como trofeos de sus vidas inventadas.
En el otro vértice se encuentra Hank (Dean Norris), un hombre de integridades que ha logrado sus metas. No es difícil imaginar al agente de la DEA como el abusón del instituto que se reía de los “cerebrines” como Walter. Un tipo sano, de fuerte complexión y fiel a sus convicciones (aunque los ataques de pánico que sufrió allá por la temporada 2 nos ayudaron a desmitificar al implacable sabueso). Hank siempre fue el enemigo natural de nuestro protagonista, obsesionado con capturar a Heisenberg, su ballena blanca, sin imaginar nunca lo cerca que navegaba del pez gigante. A medida que se acerca el final, la confrontación entre ambos se vuelve inevitable y, por qué no decirlo, esperada. Todo adquiere los tonos del western y se presume un duelo a muerte en Nuevo México.
Y entre perseguidor y perseguido también hay víctimas colaterales. Skyler (Anna Gunn), como otras esposas antes, ha ocultado los líos de su marido (Walter) de la luz pública, sólo que, en su caso, semejante acto consistía en blanquear dinero e intentar ignorar que éste procedía del tráfico de estupefacientes. Sin casi saber cómo, la reina del control doméstico se ha convertido en mafiosa-consorte y cómplice de delitos que ni imagina. Casi le ha dado un nuevo sentido a la expresión “mirar hacia otro lado”. Y la otra víctima es, sin duda, Jesse Pinkman (Aaron Paul), un joven confiado cuya alma no se ha dejado corromper por la ambición o el dinero, y cuya mente el pérfido profesor White ha manipulado como ha querido. Sin embargo y, paradójicamente, Jesse ha sido motivo de muchos desvelos para Walter y son innumerables las ocasiones en las que éste se la ha jugado para salvar el pellejo del joven descarriado. Es probable que vea en él un reflejo de sí mismo, alguien siempre a punto de malograrse pero que está a tiempo de jugar bien la partida; o sólo tenga un sentimiento paternal hacia el niño abandonado por sus padres. No obstante, Walter no ha sido siempre honesto con Pinkman y esa circunstancia, ahora, en el momento de la verdad, se vuelve contra él.
Breaking Bad ha sabido engancharnos prácticamente desde sus primeros minutos, con el protagonista huyendo de las sirenas de policía en calzoncillos y conduciendo una caravana con dos cadáveres que oscilaban en todas las curvas. Sin duda definía a la perfección y marcaba la pauta de la tensa, inquietante y divertida ficción que nos esperaba. Sólo restan unos pocos capítulos, ahora es cuando la progresión dramática se observa en toda su magnitud. Tardaremos en hallar otra serie como ésta, tan perfecta y calculada, tan amarga y exquisita al mismo tiempo. Ya estamos preparados para el (des)esperado final y poco importa si Breaking Bad acaba bien o mal, lo que es seguro es que será apoteósico.