La distribución normal o más conocida como la campana de Gauss, representa las probabilidades de distribución de una variable continua y se utiliza en estadística para describir cómo los hechos observados se distribuyen. Algunas investigaciones están basadas en una “normalidad” más o menos justificada de la variable objeto de estudio.
La imaginación, esa bendita herramienta que algunas veces ponemos en marcha, nos distribuye a 100 humanos en una isla por un período de un año donde, además, hay 100 paquetes que contienen, cada uno de ellos, todo lo necesario para la supervivencia cómoda de una persona en ese tiempo. ¿Qué pensaríamos si una sola de ellas tuviera 82 paquetes y quedara el resto para todos los demás? ¿Estaríamos tal vez en una secuela de El juego del calamar?
Si quisiéramos representar la distribución “normal” de la acumulación de ese sujeto con sus 82 paquetes, los otros 99 tendrían que distribuirse los 18 fardos restantes. Quizá el individuo acumulador los dejó porque ya no tendría manos invisibles para llevarse más o por caridad con sus semejantes. Pero esto es un criterio económico, que aparece ya en el padre fundador y liberal Adam Smith y, por tanto, también moral.
Siguiendo con nuestra campana, ésta no nos saldría muy normal, estaría achatada y estadísticamente nos diría que hay un elemento de distorsión que se dispersa (alta desviación típica) de las posiciones del conjunto.
En nuestro planeta existen más de 7.000 millones de habitantes y resulta que un 1% acumuló el 82% de la riqueza del mundo en una año (Oxfam). Es decir, en la Tierra, no en una isla imaginaria, existen poco más de 70 millones, una población similar a la de Reino Unido o Tailandia, que se quedaron con cuatro quintos de la riqueza global y un quinto quedó para el resto (7.000 millones de humanos).
El desequilibrio de esta realidad es tan grande que podemos seguir imaginando que habría que tomar decisiones tajantes y amargas. Y lo que conduciría a una distribución más uniforme es la desaparición que causa tanta asimetría y anormalidad, característica propia de la riqueza: que no existan los ricos, como afirma el filósofo alemán Christian Neuhäuser. Aunque provoque cierto temor, y lo entendemos, a ese 1%. Lo dulce es genético, como diría Wagensberg y es más primitivo que lo amargo, necesitado de un proceso cultural.
La economista Kate Raworth y su conocida Economía del Donut iría por esta senda, ya que argumenta que se requiere un mínimo de condiciones sociales para TODAS las personas que les permita existir dentro de la esponjosidad del donut, y no una mayoría abocada a pelear por la migajas por unos pocos zampabollos (el otro límite del bollo se refiere a la sostenibilidad ambiental de las acciones).
¿Imaginamos sólo seguir jugando al calamar y que los de casi siempre sigan en sus islas, desgraciadamente poco imaginarias, de opresión, poder e injusticia?
“¡Ojo, la macroeconomía también mata!”, dibujó El Roto hace años en una de sus imprescindibles y soñadas viñetas… ¿Y si imagináramos un mundo donde la colaboración y la cooperación, virtudes que nos han llevado a los homo sapiens a ser la especie dominante en los últimos milenios en el planeta (Harari), sean más poderosas que la glotonería de unos pocos?
Cuidad la ingesta de glucosa que llegan las amargas fiestas navideñas y habrá que disfrutarlas.
Salud…!